Homilía II Domingo de Cuaresma | Ciclo C
“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿Quién me hará temblar?” (Salmo 90).
El Señor es verdaderamente la luz que resplandece para disipar las tinieblas de nuestro corazón. Su luz es capaz de despertarnos del sueño para contemplar su gloria, pues tal como hemos escuchado que “Pedro, Santiago y Juan estaban rendidos de sueño; pero despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él”.
Aparecen dos hombres hablando con Jesús, Moisés y Elías, sobre el éxodo que debía realizar a Jerusalén: el camino de la pasión, el camino de la cruz, de la redención. Sí, Jesús habla de la salvación que viene a traer y cómo la iba a obtener para todos nosotros. Jesús es la síntesis de la ley y los profetas, es el modelo de vida que debemos imitar: caminar a la cruz.
El “éxodo de la pasión” es incomprensible. La gloria de Jesús manifestada a los discípulos causa incomprensión y Pedro dice “hagamos tres chozas”. Su petición está fuera de lugar, no tiene sentido, no conecta con el momento que se está viviendo. Y cuantas veces podemos “matar” la contemplación del misterio de Dios con nuestra vaguedad, “callar” a Dios con nuestros gritos y egoísmo. ¡El Señor es mi luz, que ilumina mis oscuridades! ¡El Señor es mi salvación, porque me rescata de la vida sinsentido, del sinsabor de la vida, del siempre se ha hecho así, de la mediocridad, del pecado!
Sí, Cristo es capaz de “transformar nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas”. La transfiguración es una anticipación de la condición nueva que nos espera y a la cual estamos llamados: a una vida nueva.
En medio del miedo, del dolor, del sufrimiento, de la miseria de nuestro entorno, en la incomprensión y la injusticia Dios nos da su Palabra. Nos dice “Éste es mi Hijo amado, escúchenlo”. Sí, porque Jesús es la palabra de Dios que transforma, que empuja, que incomoda, que anima y que trae consigo la gloria de Dios revelada en la cruz que nos moviliza, pues el miedo nos paraliza y nos deja fuera de lugar.
Por ello, ante el misterio conviene guardar silencio. Contemplar a la Palabra que se transfigura y nos muestra el camino de la conversión del corazón. Él es la síntesis, el modelo al que debemos escuchar y seguir. Es preciso preguntar ¿qué modelo de vida tengo? ¿mi estilo de vida se parece al de Jesús?
Tenemos el ejemplo del apóstol, que con su vida provoca a los demás hermanos a imitarlo, pues Él tiene por modelo a Jesús y su vida es vivir para la cruz. Porque todo aquel que no vive para la cruz, que no sigue de ese modo a Jesús, vive como enemigo de la cruz de Cristo y termina perdiéndose, porque su dios es el vientre, enorgulleciéndose de lo que se debería avergonzar y pensando en la mundanidad.
¡No! Estamos hechos para más, hechos por y para Dios, ¡somos ciudadanos del cielo! ¡Discípulos y discípulas que contemplamos su gloria y escuchamos su voz! Somos aquellos que, al vivir un kairós en la vida, es decir, un momento de gracia, hemos podido contemplar la shekinah de Dios. Sí, ¡Hemos contemplando su gloria que es la cruz, luz y salvación para nuestra vida!
En esta cuaresma, es conveniente preguntarnos con sinceridad: ¿cómo son mis encuentros con Jesús? ¿Estoy en sintonía con su corazón en el silencio contemplativo o estoy fuera de lugar con mi “hagamos tres chozas”? ¿Escucho su la Palabra o escucho mis propias palabras? Atrevámonos a confiar más en Dios, a creer en sus palabras, y con ayuda de la fe, abrir nuestro corazón a su alianza nueva y eterna que nos ha dado por medio de su cruz.
Por eso digámosle a Dios: Señor, purifícame, transfórmame, cambia mi corazón y llénalo de tu Palabra. Sí, Señor, resplandece en mí, tu luz y salvación para contemplar tu gloria. Así sea.