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El nombre de Dios es Misericordia

Homilía III Domingo de Cuaresma | Ciclo C

“El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura” (Salmo 102).

Al llegar prácticamente a la mitad del camino cuaresmal, es bueno revisar la calidad de nuestra travesía, porque la aventura no solo consiste en atravesar el desierto por atravesarlo para llegar con Jesús a Jerusalén, es necesario que el corazón y el alma estén en sintonía con Él.

El Maestro nos ha mostrado que Él es el Mesías, tal como en otro tiempo “Dios le mostró su bondad a Moisés, y sus prodigios al pueblo de Israel”, los sostuvo a través del desierto. Fue testigo y participe de su sufrimiento, de sus luchas, de sus tristezas y alegrías. Pero, aquel pueblo puso su corazón en las cosas de este mundo, en las cosas malas, murmurando contra Dios.

Cuántas veces hemos murmurado a espaldas de otros; cuántas veces hemos murmurado de Dios porque no se somete a nuestros caprichos, porque nos pide salir de nuestra cerrazón e ir más allá. Nos empuja al desierto para encontrarnos con Él, porque sabe de nuestras “quejas y sufrimientos”, conoce de primera mano nuestros dramas. Sí, quiere encontrarse con nosotros en el espacio sagrado del desierto de nuestro corazón.

Allí, Dios también, como a Moisés, nos revela su nombre: “Yo-soy”, porque quiere participarnos de su vida divina, porque nos ama, porque quiere establecer un vínculo personal y comunitario. También te elige y te envía a tus hermanos para anunciar su nombre: misericordia.

Solo quien ha tenido el encuentro con la Misericordia, es capaz de contagiar a quienes le rodean de la alegría que produce ese encuentro reconciliador. Los misericordiados son capaces de provocar a los demás a pronunciar el nombre de Dios, invocando su perdón y misericordia. 

Porque el cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). De modo que en donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.

Pues todo pecado, por más grave que sea, es nada en el mar infinito de la misericordia de Dios. Debemos desear ser sumergidos en esas aguas del perdón, ser ungidos con el perfume santo de la misericordia que cura nuestras heridas y para ello es necesaria la libertad del corazón que desea convertirse a Dios.

Sí, convertir nuestro corazón a Dios, pues ¡somos de Él! ¡Somos para Él! ¡Nuestra existencia no se entiende sin Él! ¡Sin Él nada tenemos, nada podemos! ¡Confiar! Confiar solo en Él, que es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar.

Pero cuidado, no tomemos a la ligera el perdón de Dios. Cuidemos no sentirnos demasiado buenos y “salvos”, sino pecadores, hombres y mujeres peregrinos que, en vía de conversión, buscan agradar a Dios, viviendo en su Palabra, celebrando su nombre, siendo miembros activos en la Iglesia, dando frutos y no como “higueras que no dan higos, ocupando inútilmente la tierra, esperando que al año siguiente las corten”. ¡Demos frutos de santidad!

Que nuestra existencia tenga sentido, que tenga misión, que la vida tenga olor a Evangelio, olor a trascendencia, olor a misericordia de Dios. ¡Sí! Pidámosle a Dios nos envíe con su mensaje de salvación, que nos envíe al mundo para anunciar la Buena Nueva de la misericordia a todos.

Envíame, Señor, para anunciar tu Evangelio. Abre mis labios para proclamarte, mis ojos para contemplar en todas las cosas, mis oídos para escuchar tu voz, mis manos y pies para trabajar por tu Reino. Sí, concédeme ser apóstol de tu misericordia y perdón, para que este mundo aquejado y sufrido experimente tu Amor misericordioso en mi pobre amor. Amén.

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