Homilía IV Domingo de Cuaresma | Ciclo C
“Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti (Lc 15, 18)”.
Nuestro buen Dios no se complace en la muerte del pecador, sino que quiere que se convierta y viva, por ello su gozo es tan grande ante la conversión del pecador, ya que, humanamente hablando, se trata de uno que podía darse por perdido.
La Palabra que hemos escuchado se centra precisamente en la alegría del Padre misericordioso. Muchos podemos sentirnos identificados con ese hijo pródigo que ha desperdiciado o malgastado la herencia que ha recibido de su Padre: la libertad.
Sin embargo, no es el hijo el protagonista de esta parábola, es más bien el Padre que sin reclamar ha dado su herencia al hijo menor, le ha dejado partir y desde ese día le espera ansioso. El Padre que sale al encuentro del hijo es el mismo Dios, que ansía nuestro retorno a sus brazos, que desea vivamos en Él y con Él, es el Dios que sale a nuestro encuentro cuando todo parece perdido.
Y es que Dios es un Padre misericordioso que acompaña, sostiene, conduce, alimenta y perdona, tal como en otro tiempo lo hizo con el pueblo de Israel, cuando en el desierto los condujo y los guio hasta la tierra prometida en donde se regocijaron y celebraron la pascua.
Así también, tu y yo estamos llamados a celebrar la misericordia de Dios en nuestra vida; hacernos conscientes de su acción amorosa en nuestro día a día: Es el Padre que sale corriendo a nuestro encuentro, nos abraza y nos cubre de besos, porque nos ha creado para sí, porque hemos sido hechos hijos en su Hijo. De modo que ¡Somos sus hijos!
Sí, y porque somos hijos, es momento de levantarnos y volver a nuestro Padre. Es la hora de levantarse porque todo en Dios es nuevo, es el tiempo de renacer a una vida nueva. Sí, levantarse es confiar en el Señor, que con su perdón hace saltar de gozo y disipa toda decepción.
Por eso, en nombre de Cristo, LEVÁNTATE, déjate reconciliar con Dios, deja que en Él todo en ti sea nuevo. LEVÁNTATE y emprende el camino al Padre para volver a la vida. Deja que, con su abrazo misericordioso, Dios Padre ponga Vida en tu vida. No te quedes allí ansiando comer las bellotas de los cerdos, eleva tu mirada y date cuenta que tienes un Padre con comida de sobra y que te espera con los brazos abiertos. Un Padre que te viste con lo mejor y hace fiesta.
Claro, porque es la complacencia extraordinaria, la ‘alegría de Dios’ que se manifiesta ante la conversión de nuestro corazón. Alegrémonos con Él y también hagamos fiesta cuando un hermano nuestro se convierte. No sea que nuestro corazón obstinado nos haga quedarnos afuera de la fiesta de la misericordia, como el hijo mayor por envidia o egoísmo. Porque, aunque éste estaba con el Padre no conocía su corazón, no comprendió el amor que sobreabundaba en su Padre. ¡Conozcamos el corazón del Padre!
Experimentemos su misericordia, para compartir su alegría divina en el encuentro. Pidamos que nuestro corazón se llene de su alegría, que volvamos a sonreír y saltemos de gozo porque estábamos muertos y en Cristo hemos vuelto a la vida, porque estábamos perdidos en el pecado y hemos encontrado su gracia en el abrazo reconciliador del Padre.
Así pues, que María, Madre de la misericordia, nos anime a experimentar la alegría de Dios en la fiesta del perdón, en el sacramento de la reconciliación que nos restituye a la gracia y nos hace experimentar el abrazo del Padre misericordioso. Que así sea.