HOMILÍA I DOMINGO DE CUARESMA
“Tú eres mi refugio y fortaleza, tú eres mi Dios y en ti confío” (Salmo 90).
Al comenzar el tiempo de cuaresma contemplamos a Jesús, lleno del Espíritu, que se dirige al desierto para permanecer cuarenta días. Allí es tentado por el demonio.
Hermanos, el diablo existe y pretende que el ‘lleno del Espíritu’ caiga ante la tentación. Se presenta como maestro de la mentira, porque seduce, engaña y ataca en la debilidad del ser humano. No obstante, Jesús experimenta las tentaciones en el desierto, pues se asemeja en todo a nosotros menos en el pecado.
Jesús, nuestro Maestro, nos muestra el camino para vencer la tentación en la debilidad, sí, allí donde somos más vulnerable, precisamente cuando la carne es débil, es con la fuerza del Espíritu y de su palabra que no sucumbe ante las tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio.
La primera tentación se da cuando Jesús siente hambre, el demonio ataca con la pasión, sugiriéndole que sacie sus necesidades con milagros, llevar una vida fácil. Así mismo, también se nos presenta a nosotros, en la pasión, para que vivamos en la mediocridad dedicándonos a comer, es decir, a satisfacer nuestros apetitos, sin tener ideales que seguir ni esperanzas que sostener. Ante esta tentación, Jesús precisa que “no sólo de pan vive el hombre”; existen otros alimentos que, aunque no sustituyen al alimento físico, lo complementan y le dan su verdadero valor.
La segunda tentación es la del poder a cambio de la adoración al mal, perdiendo el sentido de su propia existencia. Cuando nosotros somos tentados, al perder el rumbo por ansiar el poder surge la incapacidad de apreciar la vida de los otros. Es la tentación del deseo, casi siempre monstruoso, de la búsqueda de poder, del dominio sobre otros sin importar el daño. Ante esta tentación, Jesús, sabiendo que toda búsqueda de poder exige no solo postración humillante ante otros, sino también el sacrificio de los valores del Reino rindiendo culto al maligno. ¡No! “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo servirás”.
En la última tentación, se le va a la yugular. Pues, tras escuchar la voz del Padre: “Tu eres mi Hijo amado”, escucha la voz de la distorsión, la voz del demonio que condiciona la veracidad de su identidad: “Si eres el Hijo de Dios…”, lo lleva al límite para que se aparte de la voz del Padre, de su voluntad y que realice su misión a su manera y no la de Dios. Poner el yo en lugar de Dios. Pues la tentación de poder alcanza el ámbito religioso, donde se pretende manipular a Dios. Pero, Jesús pide que no se haga de Dios un ídolo con la intención de manejarlo a su antojo. “No tentarás al Señor, tu Dios”.
Nosotros, hemos optado por Jesús y no por el demonio. Jesús no dialoga, no negocia con el Tentador, responde tajante y preciso con la Palabra: habla puras palabras de Dios. No cede, permanece, confía en su Padre y vence con la fuerza del Espíritu. Porque, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar.
Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir las huellas del Maestro, pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia.
Que el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (EG 1). Así sea.
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